Desde sus obras hasta su refugio en Barcelona, todo en la artista catalana Maria Pratts respira calle. No en vano es su máxima (y casi única) inspiración confesa.
A primera vista, la obra de Maria Pratts (Barcelona, 1988) tiene algo de grafiti y de referencias millennials –soy un pureta escribiendo esto–, pero eso es más una cosa de lenguaje. En varias entrevistas ella ha hablado de Otto Dix y George Grosz, y es fácil ver la relación, pero para localizar el asunto más fácilmente yo la vincularía más al dadaísmo y a la poesía de Dau al Set, de Ponç y Cuixart, y a la pintura matérica del Tàpies último.
Maria vive en L’Hospitalet, en una nave entre talleres industriales y garajes, rodeada de sus pinturas y materiales que ha ido acumulando y que esperan para pasar a formar parte de su obra. Dentro de esa nave hay un refugio de cartón con bañera y estufa de leña. Es su casa. Fue el artista (y vecino) Guillermo Santomà quien le diseñó ese refugio cuando Maria se mudó allí. Le enseñó una maqueta y con cartones procedentes de fábricas de alrededor la construyeron en un fin de semana.
Un espacio en realidad bastante sexi y agradable. La casa –lo que es y lo que implica– está en un punto intermedio entre lo extremadamente precario y el lujo absoluto. Precario por lo obvio, por lo fuera de norma y porque, al fin y al cabo, supone dormir dentro de una casa de cartón. Y lujoso, supongo, por las mismas razones.
¿Su casa es un lujo o un ejercicio de vida radical? Es un lujo radical tener espacio y altura. La mente se dispersa y llegan buenas ideas. Soy consciente de que para muchos la sola idea de vivir aquí es incómoda. Guillermo construyó la catedral perfecta para mí, tiene habilidades parecidas a las del rey Midas.
¿Cree que cierta precariedad es necesaria? Es necesaria para saber quién eres. Veo a gente que nada en la abundancia y ha perdido la magia. Se inmolan en este sistema y terminan siendo trozos de carne teledirigidos. Es una putada.
¿Vivía aquí antes de construir el refugio? Antes tenía un estudio de 50 metros cuadrados en Poblenou, pero empezó a ser insostenible, se me hacía minúsculo el espacio. De momento, solo aspiro a pintar cada vez más y más grande. Me fliparía hacer formatos en los que tuviera que reventar trozos de mi tejado para instalarlos. Aunque, ¿quién demonios los compraría? Nadie. Espero que llegue pronto algún chiflado a mi vida.
Estudió en la Escola Massana y luego fue a Londres y a Barcelona. Pero, ¿en qué momento decidió que era artista? Fue un proceso natural. Siempre he compaginado trabajos alimenticios con mis proyectos. Ahora ya puedo dedicarme solo a pintar, pero siempre aproveché esos trabajos para hacer fanzines. Iba feliz a trabajar, me gusta la gente. Tengo un fanzinellamado Tots Humans porque curré una temporada en un centro comercial. Documentaba a los habituales del lugar, a mis compañeras, y sobre todo a un señor mayor cuyas conversaciones me llevaban a otra dimensión. A veces me mareaba. Era increíble.
¿Se siente ligada a algún tipo de tradición? Me flipa el expresionismo alemán y el movimiento Cobra. Está bien cabrearse para pintar como Karel Appel. Los últimos cuadros que he hecho en Los Ángeles son formatos grandes más matéricos, pintados con pinceles hechos con tuberías o con palos.
¿De dónde viene su atracción por lo marginal? Es una atracción estética. Cuando paseo por la calle me gusta mirar flores que crecen entre el cemento, neumáticos abandonados en cualquier parte, pintura estampada en el asfalto, cosas auténticamente maravillosas y habitualmente ignoradas por muchos. ¡Y es gratis! No hace falta comprar bolsos, zapatos o coches de 45 cifras. Relax.
Acaba de volver de L.A. ¿Dónde ha expuesto? En la galería SADE. Ha sido mi segunda muestra allí. Después hice una en Costa Mesa Conceptual Art Center. Los directores de la galería, Daniela Murphy y Alex Knost, son artistas. Y Alex, además, es una estrella del surf. Conocernos fue mágico.
¿Qué le interesa de Los Ángeles? Me gusta mucho. Es una mezcla de cosas muy delicadas y otras muy precarias. Es muy extrema, y eso me flipa. Puedes empezar el día paseando por el barrio de Skid Row, cruzándote con chiflados recitando poesía, y terminar cenando con Julia Roberts en Chateau Marmont, hablando de auténticas gilipolleces. A media noche coges el coche y vas de puerta en puerta. Como a mí me gusta. Aunque aún no sé conducir ni tengo coche, ni chófer. Otra putada. Creo que los auténticos trabajadores del arte deberíamos tener chófer: nos gusta cambiar de paisaje a gran velocidad pero sin sumergirnos bajo tierra.
Fuente: https://www.elpais.com